En el corazón de Madrid, en la elegante Calle de Alcalá, se alza un edificio majestuoso que ha sido, durante más de un siglo, un faro de creación, pensamiento y belleza: el Círculo de Bellas Artes.
Su historia comienza en 1880, cuando un grupo de artistas —pintores, escultores, literatos y soñadores— decidió fundar un espacio donde las artes no fueran privilegio de unos pocos, sino una fuerza viva que transformara la ciudad. Querían un lugar para aprender, para debatir, para mostrar su obra y, sobre todo, para compartir la experiencia del arte.
En aquellos primeros años, el Círculo no tenía todavía su sede definitiva. Cambiaba de ubicación mientras su prestigio crecía. Por sus aulas y salones comenzaron a pasar nombres que, con el tiempo, se convertirían en gigantes de la cultura española: Ramón María del Valle-Inclán, Luis Buñuel, Federico García Lorca, Pablo Picasso y muchos otros encontraron allí un refugio donde las ideas bullían como un río impetuoso.
En 1926, el Círculo encontró su hogar definitivo: un imponente edificio diseñado por el arquitecto Antonio Palacios, maestro de la arquitectura madrileña. Su fachada monumental, con columnas y esculturas que parecen susurrar historias al viandante, se convirtió en un emblema de la ciudad. El edificio no solo alberga salas de exposiciones y talleres, sino que respira historia y arte en cada rincón.
Por dentro, sus pasillos guardan ecos de debates encendidos, de pinceladas audaces, de acordes musicales y versos recitados. Salas de dibujo y pintura, talleres de grabado, aulas de fotografía… todo concebido como un templo laico dedicado al cultivo del espíritu creativo. A lo largo de las décadas, las exposiciones del Círculo han mostrado desde los grandes maestros clásicos hasta las vanguardias más radicales.
Pero el Círculo no es un museo en silencio: es un lugar vivo y palpitante. Allí se celebran conciertos, conferencias, proyecciones de cine, festivales literarios, encuentros filosóficos y fiestas memorables. Siempre con una premisa: la cultura como bien común, como un espacio de libertad y pensamiento crítico.
Y luego está la azotea. Subir a ella es como alcanzar un pequeño paraíso suspendido sobre la ciudad. Madrid se abre en todas direcciones: la Gran Vía (Madrid), el Edificio Metrópolis, la Sierra de Guadarrama al fondo. El sol cae dorado sobre las cúpulas y tejados, mientras la gente conversa en torno a una copa de vino. Es un mirador que no solo ofrece vistas, sino también una sensación de pertenencia: la de estar en un lugar donde el arte y la ciudad se abrazan.
El Círculo ha sobrevivido a guerras, dictaduras, crisis y transformaciones. Ha visto pasar generaciones de artistas, pensadores y ciudadanos. Ha sido testigo de momentos luminosos y de otros oscuros, pero nunca ha dejado de ser un faro cultural.
Hoy, más de un siglo después de su fundación, sigue fiel a su espíritu original: abierto, plural, libre. Un espacio donde las artes no están encerradas en vitrinas, sino que caminen entre nosotros, respiren con nosotros y nos inviten a imaginar un mundo distinto.
En cierto modo, visitar el Círculo es caminar por la historia viva de Madrid: por la historia de sus artistas, de sus sueños, de su lucha por la belleza y la libertad. Es subir esas escaleras de piedra y sentir que uno también forma parte de esa conversación infinita que es el arte.

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